sábado, 20 de febrero de 2010

Cloe, la princesa cazadora (Cuento invertido por entregas)

(Pierre et Gilles)


V. De la huida de los amantes.

Su madre había jurado matar a cualquier mujer que osara profanar la honra de Dafnis, y era conocida por su ira indomable. La espada permanecía entre ellos, y su sombra era el testigo mudo de la tragedia.

Cloe se levantó de un salto buscando su propia arma, pero no la halló por ninguna parte. Tampoco estaba segura de poder dar muerte a la madre de su amado ante sus ojos. Y ya se escuchaban los gritos de la señora de la casa en el piso de abajo, cuando recordó que aún guardaba el elixir rojo, colgando en su pecho.

Sin demora le dio a Dafnis cinco gotas de aquel líquido, mientras el muchacho se estremecía entre sus brazos. Al tragarlas comenzó a menguar, hasta hacerse del tamaño de un dedo pulgar. Ella tomó al tiempo su pócima verde, transformándose en halcón de nuevo.

Cuando la madre de Dafnis irrumpió en la habitación encolerizada, sólo pudo ver un halcón levantar el vuelo desde el alféizar de la ventana.

Dafnis se aferraba con todas sus fuerzas a las plumas del cuello de Cloe, mientras sobrevolaban el reino lejos de su encierro. Nunca se había sentido tan libre.

Su vuelo se detuvo en el palacio de la princesa. Allí se presentaron a su madre, que quedó complacida por el aspecto de Dafnis, y aprobó la unión de los amantes. En el reino aun se recuerdan los fastos de su boda.

La pareja se estableció en el castillo que la madre de Cloe tenía en las montañas, y allí… fueron felices y comieron perdices.


VI. Epílogo:

Tiempo después de aquello, Dafnis tenía que ocuparse de un par de principitos gemelos y chillones, y Cloe sucedió a su madre en el gobierno del reino.

Cloe trabajaba muchas horas, y llegó a tener un lío con su asistente personal, mientras Dafnis languidecía en el palacio entretenido únicamente por sus hijos, que comenzaron a dar incómodas señales de tener poderes mágicos.

Los enviaron internos a la escuela Hogwarts de magia y hechicería, y Dafnis, aburrido y abandonado por Cloe, se dio al opio. Pronto empezó a acostarse con el chico de la cuadra que se lo vendía.

Poco después se separaron entre terribles discusiones por el reparto de tierras. Los gemelos crecieron y se convirtieron en brujos malignos traumatizados, que instauraron el terror en el reino.

Pero es que hay cosas que no se cuentan en los cuentos.



Para B.
(Gracias por ponerme la semilla)

sábado, 13 de febrero de 2010

Cloe, la princesa cazadora (Cuento invertido por entregas)

(Pierre et Gilles)

IV. De los placeres de la carne.

La noche siguiente Cloe se apresuró a cabalgar hasta el muro de Dafnis, y se encaramó de nuevo al árbol justo cuando asomaba la luna. Dafnis, como habréis imaginado, ya la esperaba junto a su ventana.

El manto nocturno ocultó con sus sombras las ardientes miradas de los amantes y las palabras que se dedicaron, henchidos de amor y deseo.

A ese primer encuentro le sucedieron otros. Cloe acostumbraba a enviar a su halcón cual paloma mensajera, portando las misivas de los amantes para concertar las citas. Así, su deseo fue creciendo una noche tras otra a escondidas de todos los que vivían en la casa de Dafnis.

Pero la mirada y la palabra son preludio del anhelo de la carne, y Cloe cada vez se sentía más tentada por conocer con sus labios la piel inmaculada de Dafnis, conquistar con sus manos el territorio inexplorado de su cuerpo, desflorar su inocencia…

El deseo espoleaba la mente de Cloe, que pasaba los días inquieta tratando de descubrir la forma de salvar la distancia que los separaba. Una mañana, mientras caminaba por el bosque pensando en estas cuitas sus pasos recorrieron un camino que hiciera de niña, llevándola hasta la puerta de una cabaña. Allí habitaba una hechicera a la que Cloe solía visitar en sus correrías por el bosque. Ella le había enseñado del poder curativo de las hierbas, de los rituales ancestrales y del poder de la magia.

Cuando atravesó la puerta, la hechicera ya parecía esperarla en la penumbra.

- Dime pequeña Cloe, ¿Qué te trae a mi humilde morada?

Cloe explicó su pena a la hechicera con todo detalle, y ésta puso en su mano dos frascos.

- El del líquido verde – le dijo – hará que te conviertas en un halcón igual al tuyo, y puedas volar hasta la ventana de Dafnis. El rojo lo llevarás contigo siempre, y sólo lo usarás si os encontráis en gran peligro. Si le das a él cinco gotas descubrirás su poder.

Al atardecer de ese día, Cloe, transformada en halcón, se posaba en la ventana de Dafnis.

Cual fue la sorpresa del muchacho al descubrir que el halcón se tansmutaba ante sus ojos en su gallarda enamorada. Cayó en sus brazos desmayado, y sólo volvió en sí tras un torrente de besos de Cloe, que le llamaba dulcemente.

Yacieron juntos los amantes. El deseo de Cloe penetró en Dafnis por primera vez descubriéndole placeres que el muchacho nunca habría imaginado. Y él se abrió entre sus brazos como una rosa madura.

Al amanecer Cloe voló de nuevo a su palacio, con la promesa de volver la noche siguiente.

Se conocieron en el lecho durante siete noches hasta que la séptima, demasiado confiados, ambos quedaron plácidamente dormidos tras el amor.

Al escuchar el canto del gallo el color se esfumó de sus mejillas. Clavada en el camastro entre sus cuerpos, estaba la espada de la madre de Dafnis…

viernes, 5 de febrero de 2010

Cloe, la princesa cazadora (Cuento invertido por entregas)

(Pierre et Gilles)

III. De rapaces y presas.

El día se hizo eterno para Cloe que, cuando comenzó a atardecer, ya se encontraba cerca de la casa de Dafnis. No fue difícil encaramarse a un árbol junto al muro, y confiar en que el muchacho saliera a tomar el fresco en algún momento, tal era el calor de la noche de verano.

Tras una espera en la que los latidos de su corazón eran truenos en el silencio, Cloe vio colmados sus deseos. Dafnis apareció junto a un tilo, vestido de blanco inmaculado, y bello como un San Sebastián.

- No te asustes muchacho – dijo Cloe – mi halcón ha escapado mientras cazaba esta tarde, y temo que se haya herido y haya caído en tu jardín. Es por eso que me he subido a este árbol, por ver si lo hallaba.

La donosura de Cloe no pasó desapercibida a Dafnis, que, dado que en su casa sólo había criados varones, la única mujer que había visto era su propia madre.

- Puedo ayudaros a buscar vuestro halcón si lo deseáis, señora, puesto que no hay mucho más que hacer en este lugar.

El doncel entonces, sin dejar de fijar su mirada en Cloe cuando creía que no le miraba, buscó al halcón entre los setos. No tardó en encontrarlo posado bajo un almendro, sin darse cuenta de que tragaba los últimos trozos de la carne que la princesa le había lanzado antes desde su atalaya.

- Aquí está el halcón, señora, parece tener algo enredado en la pata…
- Desenredadlo si es menester, joven, para que pueda volar de nuevo a mis manos.

Dafnis, inocente de las triquiñuelas del amor, soltó de la pata del halcón un pequeño pliego enrollado con un cordel, y el pájaro voló al puño de Cloe a una llamada suya.

- Muchas gracias por vuestra ayuda, quedo en deuda con vos, y habéis de saber que soy buena pagadora.

Sin más, Cloe bajó ágilmente del árbol, dejando a Dafnis impresionado por el encuentro, sin percatarse aún de la misiva que había quedado en su mano. En ella, Cloe le declaraba su amor con las más tiernas palabras que supo escribir, y le emplazaba, si era correspondida, a asomarse a la ventana de su aposento la noche siguiente, con la salida de la luna.

Morfeo esquivó a los dos muchachos aquella noche, Dafnis recordaba una y otra vez lo apuesto de su pretendiente, y Cloe se sentía traspasada por la belleza del muchacho, y el aire se le iba pensando si le encontraría en la ventana. El tiempo se extiende hasta el infinito cuando los amantes están separados…

miércoles, 3 de febrero de 2010

Cloe, la princesa cazadora (Cuento invertido por entregas)


II. Del rechazo de la tentación en pos de la virtud.

- Dafnis, es hora de volver a casa de tu madre, pronto aparecerán las primeras luces del alba, y para entonces sabes que debes estar entre sus muros.

El que así rompió el encanto era un viejo malencarado, que sin duda estaba allí para velar por la honra de tan precioso joven. Cloe vio marcharse a su adorado tras el odioso individuo sin atreverse siquiera a desvelar su presencia.

Con la luz del día, no le llevó mucho tiempo volver al palacio, donde celebraron su retorno con vítores tras haberla dado por perdida la noche anterior. Pero Cloe no compartía su alegría porque, en secreto, sentía el deseo retorcerle las tripas con su mano candente.

Aquella noche, sus compañeras habían preparado una gran fiesta con comida, bebida, y bellos bailarines. Su espíritu, sin embargo, se hallaba lejos de aquel tumulto vagando todavía junto al remanso del río.

De pronto sintió unos labios calientes posarse en su hombro. El más bello de los bailarines, un muchacho moreno y exótico, acercaba ya complaciente la boca a su cuello. En otra ocasión hubiera gozado del muchacho sin dudarlo, quizá incluso le habría convertido en su preferido, y le habría hecho acudir todas las noches a su lecho. Todo el mundo sabía en palacio de la fogosidad de Cloe, que había ejercido el derecho de pernada sobre todos los súbditos vírgenes de su madre, pero esa noche cualquier belleza palidecía ante la de Dafnis. Cloe rechazó al efebo con violentos ademanes, diciéndole a gritos:

- ¡Maldito demonio! ¡Tú que te ofreces a todas las que quieren tomarte! Tu inocencia está ajada por el uso. Ya sólo deseo unos labios puros como los de Dafnis para posarse en mi piel sin mancillarla.


El salón quedó de pronto en silencio, las copas suspendidas en el aire, los tenedores goteando paralizados sobre los manteles, las bocas abiertas sin emitir sonido. El muchacho se arrastró sobre sus rodillas para alejarse de las iras de Cloe, mientras la reina hacía un gesto elocuente, que hizo que todos los comensales abandonaran su quietud como si nada hubiera pasado.

Melibea, la mejor cetrera del reino y amiga preferida de Cloe, se acercó discretamente a su oído cuando todos volvieron a sus quehaceres.

- Señora, ¿Ha sido el nombre de Dafnis el que pronunciaban vuestros labios? Habéis de saber que ese doncel está fuera del alcance de vuestros deseos. Al cumplir los 15, dada su extrema belleza, su madre decidió encerrarle para evitar las miradas lúbricas que desataba en las mujeres, pobres vasallas de su deseo. No es falta del muchacho si no es posible retener los impulsos de la carne femeninos, pero su honor permanece resguardado por esos muros. Sólo puede salir una vez al mes a nadar en el río, amparado por la noche para no ser visto, y acompañado de un viejo criado de la familia que no permitirá que nadie se acerque.

Cloe pudo escuchar su corazón quebrarse al son de las palabras de su amiga, pero su desánimo apenas duró el tiempo de un suspiro.

- Yo, que he atravesado océanos con monstruos innombrables, que he matado dragones y robado sus tesoros, que he sobrevivido a las criaturas de los desiertos, no me rendiré a la fuerza de esos muros. Porque mi deseo es inmenso, y mi astucia suficiente para evitarlos.

Aquella noche, Cloe la pasó velando junto al fuego, y a la mañana siguiente se la podía escuchar cantar feliz en las caballerizas, mientras preparaba los arreos de su yegua. Una idea se alojaba en su regia cabeza…

lunes, 1 de febrero de 2010

Cloe, la princesa cazadora (Cuento invertido por entregas)

“Simón Pedro les dijo: «¡Que se aleje Mariham de nosotros!, pues las mujeres no son dignas de la vida». Dijo Jesús: «Mira, yo me encargaré de hacerla macho, de manera que también ella se convierta en un espíritu viviente, idéntico a vosotros los hombres: pues toda mujer que se haga varón, entrará en el reino del cielo».” Evangelio de Tomás, logia 114.


I. De la primera mirada:

Lo que voy a relatar ocurrió hace mucho tiempo, en un reino lejano.

Había en aquel reino una princesa, conocida por su valor y su fuerza, llamada Cloe.
Durante tres años seguidos, desde que cumplió la mayoría de edad, Cloe había viajado por mar y tierra, en busca del príncipe adecuado para casarse. Fueron miles las gestas que realizó en sus viajes, pero eso es otra historia, que no será contada aquí.

Cloe volvió de su viaje, agotada y llena de polvo, sin haber encontrado más que algunos varones de moral relajada con los que solazarse, pero sin ese príncipe de innumerables virtudes con el que contraer matrimonio. Así que, mientras preparaba un nuevo viaje a tierras orientales, donde había oído que los hombres eran bellos y complacientes, decidió pasar unos meses en el palacio de su madre, dedicándose a la caza y a la pesca.

Un atardecer, durante una partida de caza especialmente difícil, Cloe se distanció de sus compañeras en pos de un ciervo que había herido una flecha de su ballesta. Galopó durante horas entre los árboles del bosque, espoleada por su determinación, hasta que el cervatillo se
escabulló entre unos riscos, y ella quedó sola, consciente de pronto de que se había perdido.
La noche comenzaba a asomar sus zarpas en el horizonte, empujando al astro rey a ocultarse, así que Cloe decidió buscar un lugar resguardado, para esperar el nuevo día. Encendió una hoguera, se tendió sobre su capa en un claro del bosque, y durmió con un ojo abierto aferrada a su espada, por si se acercaba alguna alimaña.

Cloe soñaba que cazaba al cervatillo, cuando en su sueño comenzó a escuchar una voz dulce y varonil, que la atrajo hacia la consciencia. Al despertar se dio cuenta de que la voz no era soñada, sino que se deslizaba entre los troncos de los árboles, limpida y clara, para llegar hasta ella. Se levantó de un salto, envuelta en su capa, para poder seguir mejor la estela de aquella melodía desconocida.

La voz la guió hasta el borde de un remanso del río, en el que el agua se deslizaba suavemente desde una cascada. Sus ojos exploraban la penumbra, acostumbrándose al resplandor de la luna cuando de pronto, saliendo de detrás de la cascada como si atravesara una cortina, apareció el hombre más bello que nunca hubiera contemplado. Era un muchacho rubio como el trigo, de piel tan blanca que casi refulgia. Tenía unos miembros elásticos y delicados, y unos muslos firmes, coronados por unas nalgas generosas de las que Cloe no podía apartar la mirada. El agua resbalaba por su pecho, perlándolo de gotas húmedas que espejeaban como luciérnagas. Y el muchacho cantaba.

El deseo inflamó el pecho de Cloe, que miraba oculta tras unos matorrales, y cuando se había decidido a dejarse ver, escuchó una segunda voz, llamando al doncel…